martes, 4 de diciembre de 2012

Suelto en la oscuridad de la ciudad.

Con suavidad abro la puerta, salgo con cautela y contengo el vapor de mi aliento entre mis dos manos, como si fuera una vasija para contener melancolías. Salgo silencioso, como un felino con el corazón suelto en la oscuridad de la ciudad y con exageración veo como el loco se emborracha y el tonto ni siquiera sorbe una gota.


Cuando amanece, luego del sermón de la lluvia, la bruma se apodera de la ciudad y me empuja con pocas ganas de vuelta a casa –Vete ya− dice, pero el desgano me vence y con la lentitud de mis pasos, fijo mis ojos en el borde de los techos y me doy cuenta como las gotas se suspenden en el filo de los tejados, resignadas, condicionadas al tiempo, que saben que de todas maneras caerán contra la dureza del piso y la importancia del no ser.

¿Quiénes, cómo, cuándo, por qué?

−Cada uno para sí, cada uno para su propia causa. Pienso, egoísta, en voz alta, intimidado.

−¿Los otros? ¿Los demás? ¿Todos? Me dice una sensación que nace desde mi interior y no reconozco.

Tal parece que son momentos de resentimiento que buscan el pan del que solamente vive el hombre.

El felino contrae sus garras. El aire se llena de fría escarcha que en silencio atraviesa todos sus nervios.

Desearía volver sobre el lago, dónde quizás aún floten mis sueños.

Porque la ciudad de esta manera es un desconsuelo.

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